La colección de diatribas de Podemos durante la pasada campaña es digna de estudio. Comenzó Irene Montero con un extraño discurso en el que aseveró que Mondragon, el grupo cooperativo, era uno de los ocho oligárquicos apellidos del PNV. Ione Belarra, por su parte, cerró la puerta a gobernar con los jelkides, debido a su carácter corrupto y su ideología de derechas. Según ella, claro está. Lo de la corrupción está bien; parece correcto que establezca esa línea roja si de verdad piensa así sobre el otro. Resulta chocante, sin embargo, que el veto no esté vigente en Nafarroa y que exonere de tal cláusula ética a un PSOE cuyo currículo en la materia es muy completo. Por ejemplo, ansiaban gobernar en Andalucía con los socialistas, tierra donde un ERE vale centenares de demigueles.

Causa también desconcierto que se ponga y se quite a los de Sabin Etxea del bando de la derecha según convenga, por ejemplo para convertirse una en ministra. Que se les incluya sin titubeos en el bloque progresista –alabando incluso sus políticas– cuando apoyan investiduras, presupuestos y leyes, para mudarlos sin solución de continuidad en deplorables derechistas, en función del aire que les da a los etiquetadores. Tal vez no se dan cuenta de que tanta volatilidad en el encasillamiento termina por confundir a los propios y no logra arrancar más que sonrisas picaronas en los (supuestamente) ofendidos.

Asistimos tras las elecciones al tradicional ritual del inventario. Causa ahora furor hacer recuento de la tropa soberanista y la de izquierdas. La verdad es que el asunto deviene en lioso. No termina uno de saber cuándo es el PSOE un partido de izquierdas y cuando deja de serlo. O en qué momento del día se acepta al PNV como aliado en la vía hacia la independencia, para ser arrojado de nuevo al rincón de los melifluos autonomistas. Introducir y eliminar sumandos de una operación para que las ecuaciones cuadren a conveniencia es propio de cucos tahúres.