Arrecian las protestas de los agricultores y con ellas emergen los protestones a los que les parecen muy mal, debido a los inconvenientes que tales actuaciones les causan, por ejemplo, en el tráfico. Ambas posturas son tan legítimas como compresibles; lo que no lo es tanto es que la gente cambie radicalmente de opinión según le va en la feria. Que apoye con fervor cualquier acto de rebeldía o abomine rabiosamente de él si este le ha causado algún estorbo. Imposible de olvidar el berrinche de un amigo sindicalista, defensor de todos y cada uno de los métodos de protesta de los trabajadores, hasta que una huelga en algunos aeropuertos le impidió llegar a ver el partido de fútbol que su equipo del alma jugaba lejos. Aquello le pareció inaceptable.

En realidad se trata de una actitud muy frecuente, de la que difícilmente nos libramos ninguno de nosotros. Habitan en nuestro entorno, por ejemplo, quienes montaron en su pueblo pirulas considerables porque en su ayuntamiento ponían la bandera española obligados por la ley, hasta que, como ediles, también ellos la pusieron, utilizando exactamente el mismo razonamiento. La novedad estriba en que los antiguos protestantes tachan ahora de protestones a los pocos que osan recordarles su rebeldía de antaño. También está el caso de ciertos cuarentones que protestan con razón cuando desde la derechona española coetáneos suyos alegan que los crímenes del franquismo son cosa del pasado que a ellos no les incumbe, pero que utilizan idéntico argumento cuando les preguntan acerca de fechorías más recientes sobre las que se quieren escaquear.

Sería razonable que tuviéramos las ideas más claras y un poco más de coherencia en nuestros actos y manifestaciones. Aquello de que lo mismo te digo una cosa que te digo la otra quedaba brillante en boca de Pazos, entrañable personaje de la inolvidable película Airbag, pero hay situaciones en las que debemos exigir(nos) mayor rigor intelectual. No meras faenas de aliño.