El Ayuntamiento de Donostia, cuando realiza el cambio de los jardines al pasar de una estación a otra, acostumbra a repartir las plantas que retira entre quienes se acercan a los puntos establecidos a tal fin. Me parece una iniciativa estupenda, porque habrá quien con cariño y mimo consiga prolongar la vida a esas plantas casi desahuciadas. No seré yo, por total incapacidad. Pero también es éste un momento para fijarnos en cómo somos. Tengamos un jardín de 3.000 metros cuadrados, dos tiestos o un jarrón, corremos a pedir que nos den las flores. Lo peor no es eso. Lo peor es escuchar los comentarios posteriores. A lo que vamos. Me cruzaba ayer con una pareja con sus bolsas azules llenas de plantas. Las miraban con profundo desprecio porque, lamentaban, que de saber que algunas estaban “tan pochas” no hubieran esperado en la cola. En fin, que todas y todos hemos nacido para que nos regalen diamantes en el desayuno y, si son flores, que sean dos docenas de rosas. Tendríamos que cambiar de chip y estar encantadas de poder dar una nueva oportunidad a las preciosas plantas y flores que salen de los jardines que son nuestros. Si lo que nos apetece es criticar, ésta como otras es una ocasión impagable. ¿He dicho impagable? Sí, porque no se paga. ¡Larga vida a las flores!