Es difícil encontrar alguna jornada de la competición de fútbol en cualquiera de sus categorías en la que en algún estadio no se produzcan comportamientos lamentables de racismo e intolerancia. El último episodio de una execrable conducta de estas características, que en los últimos tiempos ha tenido en el punto de mira a futbolistas como Vinicius Jr., tuvo lugar el sábado en el Metropolitano, cuando varios espectadores emitieron sonidos “imitando a un mono” dirigidos hacia el jugador del Athletic Nico Williams, según recoge el acta elaborada por el árbitro del partido. Un campo, además, reincidente en los ataques al contrario, como bien saben los aficionados realistas. De hecho, la grada más ultra de la afición atlética volvió a lanzar gritos ofensivos contra Aitor Zabaleta, el hincha realista asesinado a las puertas del estadio Vicente Calderón en 1998. Cánticos que surgen siempre en los encuentros entre colchoneros y realistas con la permisividad del club y la indiferencia del resto de la grada. Por desgracia, este tipo de comportamientos intolerables se producen con excesiva asiduidad e incluso van en aumento, pese a las campañas de concienciación y a las denuncias que de ellos se derivan. Como sucede en otros ámbitos, la proliferación de casos conocidos por la opinión pública puede ser debida, precisamente, a que existe una mayor concienciación contra estas actuaciones. El hecho de que durante un partido se active el protocolo contra el racismo, con la interrupción del juego y la obligación de que se anuncie por la megafonía del estadio que esas actitudes deben cesar o se procedería a la suspensión del encuentro, supone un avance –limitado– en la lucha contra esta lacra. Pero, obviamente, no es suficiente. Tampoco lo son, resultando imprescindibles, los comunicados y mensajes de condena y de solidaridad y apoyo a las personas que han sido gravemente atacadas e insultadas. Estos vergonzosos comportamientos son minoritarios y aislados, pero no pueden ser minimizados ni subestimados porque no son en absoluto ajenos a una realidad creciente de actitudes que cabría integrar dentro de los diferentes delitos de odio fruto de una peligrosa deriva social alentada por la ultraderecha. El racismo en el deporte no se puede, por tanto, ni banalizar ni normalizar. Tampoco puede quedar impune. La prevención a todos los niveles sigue siendo la asignatura pendiente.